lunes, 15 de diciembre de 2008

Le dejó atras y no volvió la vista...

Le dejó atrás y no volvió la vista. No volvió a saber de ella y ella no volvió a saber de él. Solo se olvidaron mutuamente. Perdidos los recuerdos en una danza sin fin, en el limbo negro del amor no consumado. Solo se miran y se abrazan entre sueños, profesando su amor con miradas llenas de sentimiento, acostados uno frente al otro, sin tocarse. Sin besarse. Solo se miraban. Se miraban en silencio, en un silencio tierno y sincero, donde las palabras sobraban y sus sonrisas decían más que lo que sus caricias al momento del amor hubieran podido decir o hacer. Se regocijaban con su sentimiento de amor a escondidas, desde muy lejos. Él en el norte y ella en el sur. Solo cada noche al dormir sus cuerpos se olvidaban de este mundo terrenal y por obra o broma de los dioses se veían, se acariciaban con la vista, se besaban con los ojos y se volvían a dormir en su sueño, con el rostro lleno de satisfacción y saciados de amor, el suficiente para que la siguiente noche pudieran volver a disfrutarse a través de aquel sueño dual que era sinónimo de todo lo que no podían hacer en tierra. Se miraban inquisidoramente, sin desviar la vista, sin parpadear, sin esperar nada o algo. Solo mirándose profundamente a los ojos, donde cada uno poseía una laguna mágica de aguas verdes azuladas, como las del caribe y donde cada quién nadaba y jugueteaba con su pareja idealizada, el dueño de esos ojos en los que se reflejaban. Desviaba ella la vista y él le sonreía. Retomaba ella el hilo del duelo amoroso de miradas escrutinantes y tiernas y él ahora desviaba su mirada. La miraba completamente. Ella igual. Se miraban de pies a cabeza. Veían la forma de las piernas, los músculos remarcados de él, producto de una vida de trabajos de campo para poder sustentar su vida diaria, su marcado torso, con algunas cicatrices, testigos oculares de todo por lo que ha sufrido y seguirá sufriendo hasta el fin de sus días. Sus brazos fuertes y protectores, doblados contra su pecho, como si hicieran un abrazo imaginario de quien ella era dueña. Su cara tersa y dulce, con esa mirada tan profunda, que le llegaba hasta el fondo del alma y le hacía sentir como si le llenara de besos todo el cuerpo, sin dejar un solo lugar libre de ellos. Los pies, los tobillos delicados y finos, los muslos, las caderas, el pubis, su estómago, sus pechos, su cuello, los brazos y manos, y su cara. Toda su cara. Su frente, su nariz, sus mejillas, sus orejas, su cabeza y su boca. Su boca sonrosada y pequeña, donde podría perderse cualquiera embelesado por aquella finura y sencillez.
Seguían acostados, desnudos, mirándose fijamente, llenos de amor y deseo, sin tocarse y sin embargo, satisfechos y felices.